La meditación es la profundización en nuestro propio ser, es alcanzar lo transpersonal, la comunión consciente entre la personalidad y su esencia verdadera: El alma o ser interno. Esta actividad debe de realizarse en el silencio y la soledad, no para escapar del mundo y sus problemas, sino para ver con mayor claridad lo que estamos haciendo. Los antiguos le llamaban subir la montaña, porque desde las alturas se divisa mejor lo que ocurre en el valle de la vida humana.
Existe la posibilidad de ejercicios de meditación en grupo, sin embargo el proceso en sí es personal. La meditación no responde al concepto de tiempo y espacio, es trascendente, y por ello basta por sí mismo para equilibrar todo el tiempo que dedicamos a la vida exterior. De 15 a 20 minutos dos veces por día son suficientes para llenarnos plenamente de aquello sublime que mora dentro de nuestro propio ser, ayudándonos a no perdernos en la actividad incesante de lo exterior y mutable.
En la meditación descansamos, las energías de nuestro cuerpo-mente se armonizan, se mejora la salud en general, nos conectamos con la fuente de las emociones superiores, con el amor universal mismo, recibimos inspiraciones que nos acercan a la sabiduría primordial y sobre todo alcanzamos la comunión interna, nos integramos como seres conscientes y descubrimos nuestra misión en la Tierra, nuestro origen y nuestro destino.
En las historias milenarias de la India se narra que la personalidad humana es como un muñeco de sal que buscando su origen se dirige al mar, y al entrar en él se disuelve convirtiéndose en el mismo mar.
Así sucede en la meditación profunda, cuando se trasciende el pensamiento, la personalidad se fusiona con su esencia y a través de ella alcanza la conciencia pura. Samadhi en el Yoga, nirvana en el Budismo, reino de los cielos en el Cristianismo, conceptos para tratar de explicar lo inexpresable, la experiencia cumbre por excelencia que algunos llaman la unión con Dios.
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