Cuando el otoño empieza, nos damos cuenta de que no hay tanta claridad como había antes.
Las hojas de los árboles, por citar sólo un ejemplo, notan tal estación, pues no reciben tanta luz como acostumbraban. Además, la clorofila para ellas empieza a decrecer y es entonces cuando el verde de las hojas cambia por colores que las hacen ver con matices ‘añejos’.
Ocurre con nuestras vidas, sólo que no lo percibimos del todo. En aquellos días de otoño, tan frecuentes en muchos de los que se deprimen, aparecen algunas manchitas que nos hacen ver el mundo algo opaco. Mejor dicho: el verde esperanza empieza a desvanecerse y otros colores se pintan sobre nuestros rostros.
Algunas de las tonalidades que se esconden en las hojas son: marrones, que pueden significar que ellas están muriendo; amarillas o naranjas, las cuales advierten de la imperiosa necesidad de cambiar; y las violetas, que les hacen caer en cuenta a los árboles que algo está mal.
Tal como ocurre con esas hojas, el otoño nos trae algunos mensajes claves a nuestro mundo. En aquellos días comprobamos que estamos inmersos en la rutina o, algo más grave, percibimos que algo se nos muere.
¿Sentimos esas cosas por estos días?
Las conclusiones son claras: son épocas de cambio.
Y eso no es malo. De hecho nuestras vidas son un constante desfile de cambios: los hay en la moda, en el tiempo, en los puestos de trabajo, en las costumbres de la gente e, incluso, en la forma de hacer política.
Podríamos decir que el cambio puede llegar a ser un hechizo. Sólo que el truco está en la forma como agitemos esa varita mágica para que las cosas se modifiquen de una manera positiva.
La forma como asimilemos las variaciones de la vida, nos puede hacer sentir dos tipos de situaciones:
Primera: que veamos la vida como si nos hubiéramos ganado una ‘lotería’.
Segunda: que nos montemos en un pálido cortejo fúnebre.
Sea como sea, durante estos tiempos de otoño debemos cambiar para bien y ¡qué mejor que creer que las cosas son posibles!
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