Un momento: no se deje intimidar por la opinión ajena. Es claro que en muchas sociedades ha quedado como “anticuado” o “pasado de moda” el ser recto, honesto, veraz. Es más: hay quienes apelan al léxico de la Psicología para defenestrar ese tipo de actitud, evaluando a quien la practica como “reprimido”, “atado a mandatos”, “rígido”... un “superyoico” (entendiendo que para Freud el Superyó sería una instancia psíquica que exige el cumplimiento de las reglas aprendidas).
No: la ética más profunda no es aprendida. Nace del cabal reconocimiento, -muchas veces intuitivo-, de que todos somos Uno: porciones del Todo jugando el juego de estar vivos. Así, respetar al otro es respetarse a sí mismo, y dañar al otro implica dañar una parte de sí. Este tipo de ética, como nace desde adentro, puede ser vital aún en quien quizás creció en una familia que practicaba el “no me importa” más que la recta acción.
Si cada uno de nosotros se conectara con su verdadero Ser, no haría falta regla externa: así como la compasión nace de sentir-con-el-otro, no contaminaríamos un río porque sentiríamos que estamos hechos de ese agua, no tiraríamos un papel porque ensuciaríamos el caminar del otro, -que es igual a uno mismo-, procuraríamos ser rectos ya no para evitar el castigo de un Dios punitivo, ni para complacer a nuestro Superyó, sino porque la opción contraria implicaría auto-traicionarnos. A pesar de la opinión ajena, aunque muchos se burlen o no respeten lo que nosotros sí respetamos, se hace lo que hay que hacer porque el alma no tiene otra opción que no le haga sentir vergüenza de sí misma. Por eso Krishnamurti le llamó "acción sin opción". Así también lo dijo el genial psiquiatra suizo Carl Jung:
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