No importa tu edad, tu nivel económico, tu grado de estudios, tu estado civil, tu árbol genealógico... Si hay algo de lo que podemos estar seguros al escribir estas líneas y pensar en el futuro lector, es que estará dirigida a alguien que experimenta y ha experimentado dolor. El dolor es como un hilo que va enhebrando a todos los seres humanos, sin distinción. Quizás la única distinción sea lo que cada uno de nosotros hacemos con nuestro dolor. Hay seres que, gracias a su dolor, se convierten en pesonas luminosas, cuya entereza nos alienta cuando nos sentimos flaquear ante nuestras propias dificultades.
Como sabrás, en algunas culturas, por razones de supuesto honor, dos personas podían "retarse a duelo": elegir armas, y, caminando en direcciones opuestas, en un determinado momento disparar para abatir al contrincante. Esa bárbara costumbre se reedita cuando cualquiera de nosotros debe enfrentar un dolor: curiosamente, implica algo así como retarse a duelo con el dolor. Esto es: no suprimirlo, no negarlo, no enfurecerse contra él, no regodearse en él...
Es buena la imagen del duelo: uno mismo, dando varios pasos para des-identificarse del dolor y, desde esa distancia, darse vuelta y mirarlo de frente, desde lejos. Así, apercibirse de que uno no ES el dolor. El dolor está en MÍ, pero YO soy mucho más que mi dolor. Puedo hacer que una parte de mí se separe de él, y lo vea como algo distinto de mí, así me esté muriendo. Y eso que se des-identifica, NO PARTICIPA DEL DOLOR. Está frente a él, con extrema dignidad.
Pero en esta contienda, batirse a duelo con el dolor implicará, al darse vuelta, en vez de desenfudar un arma y tratar de aniquilarlo, volver sobre nuestros propios pasos, acercarnos a él y decirle: "No soy tú. Porque yo soy mucho más que mi dolor". Mirar al dolor a los ojos, y en vez de fusilarlo, abrazarle. Y llorar juntos lo que haya que llorar. Y entonces sí, dejarlo ir. O dejarlo quedar hasta que cese, pero ya sin olvidar que uno mismo no es su dolor. Aunque sea difícil hacerlo, es posible. No se trata de un acto, sino de un proceso. Un proceso que se despliega poco a poco, que no puede forzarse, pero que, para que se produzca, requiere de nuestra disposición a vivirlo, simplemente.
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