Todo duelo bien elaborado debe llegar a un fin. Sin embargo, en algunos casos las heridas son tan profundas que no cicatrizan totalmente y ante determinados estímulos vuelven a doler una y otra vez, como es frecuente en casos de sufrimiento extremo como la muerte de un hijo.
Al hablar de cambio nos referimos a una nueva identidad con la que generalmente se descubre el doliente en las etapas finales del duelo, se vuelve a sentir la vida, se vuelve a sonreír y encuentra intereses y libertades desconocidas que le abren nuevas opciones de vida.
La reorganización es el resultado final esperado y alcanzable. Se emprende la tarea de reconstruir el mundo roto, de llenarlo con otros significados y con un para qué diferente al que teníamos antes de la muerte de esa persona amada.
Reacomodarse a la pérdida, es recordar a la persona ya no como presente sino como ausente, es evocarla con cariño y nostalgia, pero sin que su recuerdo sea un obstáculo para el crecimiento personal; es aprender a vivir sin ese ser, encontrando nuevas alternativas para seguir adelante, es organizar un nuevo mundo presuntivo de creencias; es dejarlo ir, soltarlo, separarse: la muerte acaba con la vida pero no con la relación.
Las sensaciones y sentimientos propios de la fase aguda del duelo tienden a repetirse con intensidad semejante cuando se cumple el primer aniversario de la muerte. El doliente, para entonces ya más tranquilo y reubicado en la vida, se sorprende y se asusta cuando comienza a experimentar una necesidad de revivir los acontecimientos de hace un año, y su vivencia es acompañada de profunda tristeza. Este fenómeno es conocido como síndrome de aniversario, es temporal y de ninguna manera implica un retroceso definitivo en la elaboración del duelo...esto a veces ocurre en Navidad, cumpleaños y diversas fechas conmemorativas..” (Isa Fonnegra de Jarmillo, 2001)
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