Uno
de los argumentos más usados para ocultar la
verdad a un paciente terminal es “no destruir su esperanza,
porque eso aceleraría su muerte”.
Me parece importante aclarar, que desde luego, el saber que se sufre una
enfermedad incurable y mortal derrumba la esperanza de llegar a la vejez, de
culminar los planes de vida. También destruye la fantasía
que, aunque irreal, todos guardamos en el fondo del alma: la de ser inmortales
y, de alguna extraña manera, no tener que morir.
Aquí es importante replantear la esperanza: la esperanza
de morir bien atendido, sin dolor, de estar junto a sus seres queridos y la más
grande de todas: la esperanza en la trascendencia. (Elizabeth Kubler-Ross,
1996)
En
cada fase de la asistencia, la esperanza y la fe juegan un importantísimo
papel. Hay que tener en cuenta que la esperanza en el inicio de una enfermedad grave
es algo completamente distinto a la esperanza al final de la vida. En los
comienzos de una dolencia seria, la esperanza radica siempre en que el diagnóstico
no sea correcto. Cuando éste se confirma, entonces
alberga la esperanza de que esa grave enfermedad se halle en un estado germinal
y todavía pueda ser tratada. La esperanza en dicha fase
estriba, por tanto, en la curación, tratamiento y prolongación
de la vida. Cuando estas tres cuestiones ya no son probables, no digo
imposibles porque siempre hay una excepción-la esperanza se transforma
en otra que ya no tiene que ver con la curación, tratamiento y prolongación
de la vida, sino en alcanzar la trascendencia de alguna u otra forma.
Nunca
se puede arrebatar la esperanza a una persona, si no se puede prestar ayuda médica,
siempre se puede ayudar al alma.
La
desesperanza del otro nos desgasta. Sin esperanza los seres humanos sufrimos.
Con esperanza todo lo que imaginemos es posible. La esperanza es nada menos que
la expresión más plena de la vida misma: la
vida sin fronteras, la vida después de la muerte, las infinitas
posibilidades que se abren ante nosotros cuando nos disponemos a viajar más
allá de la existencia conocida. (Sogyal Rimpoché,
1994)
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