lunes, 13 de mayo de 2013

Los Niños, la Muerte y el Duelo


Los niños sí viven el duelo. Un niño o niña, en cualquier edad, percibe y registra la muerte de alguien afectivamente cercano.

Sería importante considerar que el niño necesita una suerte de educación para las pérdidas  a través de las primeras confrontaciones de un niño con la muerte de una pajarito, rana o gatito. En esos momentos es más fácil responder sus preguntas que cuando el niño tiene que enfrentarse al desafío emocional de  tener una mamá o papá muerto. Al niño no le basta oír que todo lo vivo debe morir. El quiere saber  cómo se siente estar muerto, qué le pasará al pajarito y al abuelo. Se pregunta a dónde van los muertos o su alma, si el pajarito tiene alma, por qué pasa todo esto etc.

El niño no necesita que le expliquen en incomprensibles peroratas de adulto el concepto de muerte, sino que oigan sus inquietudes, que le escuchen sus temores y fantasías, y si se trata de la muerte de alguien cercano, que se le asegure que no será abandonado, que se le asegure que será cuidado y protegido, que él no tuvo ninguna culpa.

Los niños tienden a hacer el duelo en forma discontinua. Pueden llorar un rato y salir a jugar “como si nada” hubiera ocurrido, ser cariñosos por cinco minutos y consolar a alguien para luego guardarse en su cuarto y poner la música a todo volumen y ver televisión por horas o reírse con los amigos como si lo sucedido no importara. En ocasiones los adultos esperamos de los niños respuestas emocionales semejantes a las nuestras y los descalificamos cuando se comportan en forma diferente. A veces, en forma irrespetuosa les imponemos un modelo de lo que un “buen hijo” debe hacer ante el sufrimiento, llenándolos de culpa e inhibiendo su espontaneidad y su deseo de evadir el ambiente hogareño demasiado teñido por la tristeza
La tendencia hasta ahora ha sido separar a los niños de sus padres o distraerlos o alejarlos mientras pasa el entierro y los primeros días de dolor intenso. Pero el ocultamiento del hecho les causa mucha ansiedad, confusión y desconcierto. Tarde o temprano ellos se dan cuenta y resisten el hecho de haber sido dejados de lado subestimando su capacidad de participar en los momentos de dolor familiar. Eso si que, si se hace participar a un niño de un funeral es importante prepararlo previamente; explicándole cuidadosamente lo que va a presenciar y el porqué del ataúd, de la ceremonia, del llanto...etc. Esta conversación debe ser hecha por alguien afectivamente cercano y en el momento del funeral, no debe dejársele sólo, hay que llevarlo de la mano e ir explicándole el sentido de lo que va presenciando. Es importante separar la imagen del que él recuerda del cuerpo que se está enterrando, aclararle qué esa persona que él recuerda ya no está ahí. De otra manera, el entierro se convertirá en una actividad cruel, macabra y aterrorizante.

Es importante que se le permita e incentive al niño a despedirse. Por ejemplo, hablarle de que la va a echar de menos, que la llevará en su corazón y que cada vez que cierre los ojos la sentirá cerca...o que puede escribirle una carta secreta o ponerle un osito o cualquier objeto significativo para él dentro del ataúd...para que se lleve algo suyo...Al regresar a casa pueden encender una vela especial un rato para recordar y pensar ....Esos sencillos rituales ayudan...

Del mismo modo será importante hacerlos participar en el deshacer la habitación de alguien que murió, tomarlos en cuenta y consultarlos hasta cierto límite, preguntarles si les gustaría guardar como recuerdo o tesoro muy especial algo de la persona que partió

En términos de ver o no el cadáver de un ser querido, no se recomienda forzarlos, pero cuando ellos quieren hacerlo, ver el cuerpo es útil tanto para los adultos como para los niños porque confiere una innegable sensación de finalidad, de realidad de la muerte del cuerpo. A algunos les queda la evidencia que aquella persona que recuerdan ya no está en ese cuerpo. Si los adultos no les transmitimos la imagen de algo feo o morboso, ellos no lo verán así..

Muchas instituciones han intentado convencer a la comunidad escolar acerca de la importancia de incluir el tema de las pérdidas y la muerte en sus prioridades educativas, pero la respuesta ha sido muy pobre. Esta educación para la muerte y las pérdidas es en el fondo una educación para la vida. No existen vacunas contra el dolor emocional, y aunque ningún programa educativo podrá evitar la pena que causa una pérdida, sí es posible-en una comunidad educativa preparada de antemano para afrontar sanamente las experiencias de pérdida, reducir los efectos nocivos y las secuelas emocionales prevenibles del contacto con la muerte en cualquiera de sus formas: accidental, natural repentina o anticipada, suicidio u homicidio. Se puede educar a las personas a desposeer a aprender a desapegarse y despedirse de manera más sana. (Isa Fonnegra de Jarmillo, 2001)

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