El campesino
tiene la costumbre se sentarse a ver sus siembras y repetirse así mismo que las
tardes más bellas para él, llegan justo después de las mañanas más tristes.
Él, por muy
alterado que esté el clima, cultiva la esperanza, la convierte en una flor de
primavera y, lo que es mejor, la balancea dulcemente al vaivén de sus
ilusiones.
Para él no
existen terrenos estériles. Si hay agua para regarlos, abono para prepararlos y
semillas para cultivarlos, él será capaz de sembrar jardines en el desierto.
El monólogo
de este labriego tiene el tono verde de la esperanza incrustado en sus palabras
y, por ende, en sus siembras.
A toda hora
él tiene una sonrisa pintada en los labios y siempre cree que todo marchará
bien.
Y lo mejor
es que, al final, sus cosechas se multiplican.
Todos
deberíamos pensar como el campesino. Por muy atormentados de penas y
sufrimientos que hoy tengamos, no debemos olvidar que a todos nos abriga un
pedazo de cielo.
A veces
vivimos renegando porque nuestro camino está lleno de piedras; pero no hacemos
nada para conseguir un buen calzado que nos proteja de los traspiés que a veces
nos trae la vida.
La esperanza
es como cualquiera de esas sustancias que se toman como medicina: nos socorre
una necesidad, nos libra de un riesgo o peligro y, casi siempre, repara ese
daño que causa en nosotros el desánimo.
Mientras
existan ganas de luchar, hay esperanzas de vencer.
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