Esta es una
historia de la vida real:
Había una
vez un joven escritor que ganaba poco dinero. Este muchacho afrontaba ese tipo
de pobreza que atropella a los más indefensos.
Con
improvisadas caucheras, por decirlo de alguna manera, él cazaba gorriones en
los tejados y los cocinaba, sirviéndola de asador una de las varillas que
reposaban sobre los techos que frecuentaba.
A veces, por
tener empeñadas sus últimas ropas, permanecía semanas enteras en su rancho, sin
más vestidura que una colcha de retazo.
Sus amigos,
no tan pobres como él, lo criticaban dizque por no trabajar. Le cuestionaban
esa idea ‘loca’ de querer convencer con sus escritos a una casa editorial,
sobre todo en una época como la que él vivió. Al fin y al cabo, él no dejaba de
ser un físico ‘muerto de hambre’.
No era fácil
su vida. De hecho, su estómago jamás leía sus palabras; sólo le pedía que le
calmara el hambre.
Este hombre,
enamorado de las letras y con una convicción profunda de que algún día sería
alguien en la vida, se acostumbró a comer pan con aceite, del mismo que hoy se
utiliza para freír los alimentos.
Según
afirmaba, la espiga era su secreto para no perder la fe de que algún día sería
admirado por sus textos: “Mientras tenga aceite, un escritor no se muere de
hambre”.
Y de la
cabeza del tallo del trigo, allá donde se contienen los granos, él logró su
propósito de ser un gran novelista, convenciendo con trabajo a más de una casa
editorial.
Pese a ello,
siempre fue una persona sencilla y humana porque, según contaba, no tenía nada
de qué ‘jactarse’.
Él hizo del
pan su poesía; fue una extraña comunión de espiga e inspiración, sólo para
escribir las líneas que le garantizarían su futuro. Su maestría en el arte de
narrar la realidad llenó los estómagos de los hambrientos lectores de la buena
literatura.
¿Qué tuvo
Emilio Zola, el novelista francés de esta historia? ¡Pues! hambre de triunfo.
Fue un hambre que le permitió convertir sus letras en un sol redondo y fragante
de harina, como para repartir al creyente y al mendigo que pasa frente a un
templo.
Mejor dicho:
su alimento fue la espiga de la fe. Y para triunfar no necesitó robar más que
uno que otro gorrión en el techo de una casa. Antes que pedir limosna, tuvo el
valor de arroparse desnudo con una colcha y esperar, de manera paciente, la
llegada del verano.
¡Tuvo fe!
Sólo así pudo sacar el aceite suficiente para observar, para imaginar y parar
creer que podría tocar el cielo con las manos, aún con el estómago
retorciéndose del hambre.
Una gota de
serenidad para ver mejor las cosas
Ver las
cosas tal como realmente son es el mejor consejo que se puede seguir, sobre
todo a la hora de asumir cualquier situación difícil. También es una buena
herramienta para poner los pies sobre la tierra y no echarse a morir.
Cuando la
angustia toca a nuestras puertas, nos quedamos atornillados. En lugar de eso,
deberíamos ver la dificultad ‘frente a frente’ y asumir que debemos derrotarla
en el menor tiempo posible.
Con relativa
frecuencia nos ocurre que, en lugar de analizar fórmulas para finiquitar los
dolores de cabeza, nos desesperamos y nos preocupamos más de la cuenta.
Al final
estamos tan distraídos, que nos estancamos y no logramos identificar cómo salir
del lío.
Antes de ver
lo que realmente nos está pasando, agrandamos la situación. Lo malo es que tal
forma de asumir la vida provoca incendios que queman el ánimo y hasta el
suspiro más recóndito del alma.
Es por eso
que desatamos tormentas en un vaso de agua y, sin quererlo, nos acostamos con
las mangas de nuestro estado de ánimo totalmente deshilachadas.
¿Qué es lo
que sucede?
Pues, que
nos estresamos.
Por ver las
cosas más grandes de lo que realmente son, el estudiante cree que no será capaz
de pasar una materia; la novia celosa encuentra un rival en cualquier mujer que
se le acerque a su pareja; y el empleado refleja en el rostro de su jefe una
carta de despido.
Es como
tener un espíritu hipocondríaco, el cual encuentra en un simple resfriado a una
enfermedad terminal.
Es una pena
admitir que ese ‘cáncer’ carcome muchas de las esferas de nuestras rutinas en
la oficina, en la casa y, en general, en todo el entorno.
Si nos
seguimos comportando de esa forma, muy pronto tocaremos fondo.
La verdad es
que no podemos ir por ahí agrandando las cosas. Por eso somos tan celosos, tan
inseguros, tan asustadizos y tan amargados.
La vida no
puede resumirse a una fuente continua de aflicciones, cargadas de ideas
pesimistas. No nos podemos embadurnar en un pozo inagotable de malos
presentimientos, de supersticiones o de angustias injustificadas.
¡Bueno!
Hasta aquí la radiografía del problema; pero, ¿qué hacer para no ahogarse!
La valentía
y una mirada optimista al futuro son actitudes que pueden ayudarnos durante los
malos momentos.
Si en la
actualidad usted atraviesa por una tribulación, al punto que ha perdido la
serenidad, no hay mejor antídoto que tener la certeza de que sus angustias se
desvanecerán muy pronto.
Las
tinieblas internas que casi siempre usted se crea, desaparecen ante los rayos
solares de una mente positiva.
Empiece a
sacar la basura de su corazón. ¡Deshágase de aquello que le produce malas
energías y decida encarar la vida con dignidad!
¿Sabe una
cosa?
Muchos
pacientes de cáncer lo hacen. Enfrentan su enfermedad con firmeza; y les va tan
bien que incluso logran derrotar a la quimioterapia y se sobreponen a este
penoso estado de salud.
Ojo, esta no
es una invitación a encender velas o a ponerse a rezar como ‘lora
borracha’; tampoco tiene que visitar brujos.
Aquí la
cuestión es de limpiar ese carro de estupideces que usted acostumbra a
estacionar en su mente.
Si está
viendo mal, póngase gafas y vea el problema tal cual es. Porque con la misma
claridad que asume la dificultad, usted encontrará la nitidez precisa de la
solución.
Tenemos
particulares formas de ver las cosas; sin embargo, casi siempre somos
fatalistas y nos arropa el concepto de que nada es seguro. La verdad es que las
cosas son imprevisibles y por eso, cuando nos ocurre algo, no estamos
preparados para asumirlo. Es ahí donde conviene tener una gota de serenidad.
APRENDIZAJE
Quien pierde la serenidad, en su atolondramiento es
como el mosquito que, teniendo libre salida por la ventana, se enfrasca y muere
estrellado contra el vidrio
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