domingo, 12 de mayo de 2013

LA ESPIGA


Esta es una historia de la vida real:
Había una vez un joven escritor que ganaba poco dinero. Este muchacho afrontaba ese tipo de pobreza que atropella a los más indefensos.
Con improvisadas caucheras, por decirlo de alguna manera, él cazaba gorriones en los tejados y los cocinaba, sirviéndola de asador una de las varillas que reposaban sobre los techos que frecuentaba.
A veces, por tener empeñadas sus últimas ropas, permanecía semanas enteras en su rancho, sin más vestidura que una colcha de retazo.
Sus amigos, no tan pobres como él, lo criticaban dizque por no trabajar. Le cuestionaban esa idea ‘loca’ de querer convencer con sus escritos a una casa editorial, sobre todo en una época como la que él vivió. Al fin y al cabo, él no dejaba de ser un físico ‘muerto de hambre’.
No era fácil su vida. De hecho, su estómago jamás leía sus palabras; sólo le pedía que le calmara el hambre.
Este hombre, enamorado de las letras y con una convicción profunda de que algún día sería alguien en la vida, se acostumbró a comer pan con aceite, del mismo que hoy se utiliza para freír los alimentos.
Según afirmaba, la espiga era su secreto para no perder la fe de que algún día sería admirado por sus textos: “Mientras tenga aceite, un escritor no se muere de hambre”.
Y de la cabeza del tallo del trigo, allá donde se contienen los granos, él logró su propósito de ser un gran novelista, convenciendo con trabajo a más de una casa editorial.
Pese a ello, siempre fue una persona sencilla y humana porque, según contaba, no tenía nada de qué ‘jactarse’.
Él hizo del pan su poesía; fue una extraña comunión de espiga e inspiración, sólo para escribir las líneas que le garantizarían su futuro. Su maestría en el arte de narrar la realidad llenó los estómagos de los hambrientos lectores de la buena literatura.
¿Qué tuvo Emilio Zola, el novelista francés de esta historia? ¡Pues! hambre de triunfo. Fue un hambre que le permitió convertir sus letras en un sol redondo y fragante de harina, como para repartir al creyente y al mendigo que pasa frente a un templo.
Mejor dicho: su alimento fue la espiga de la fe. Y para triunfar no necesitó robar más que uno que otro gorrión en el techo de una casa. Antes que pedir limosna, tuvo el valor de arroparse desnudo con una colcha y esperar, de manera paciente, la llegada del verano.
¡Tuvo fe! Sólo así pudo sacar el aceite suficiente para observar, para imaginar y parar creer que podría tocar el cielo con las manos, aún con el estómago retorciéndose del hambre.
Una gota de serenidad para ver mejor las cosas
Ver las cosas tal como realmente son es el mejor consejo que se puede seguir, sobre todo a la hora de asumir cualquier situación difícil. También es una buena herramienta para poner los pies sobre la tierra y no echarse a morir.
Cuando la angustia toca a nuestras puertas, nos quedamos atornillados. En lugar de eso, deberíamos ver la dificultad ‘frente a frente’ y asumir que debemos derrotarla en el menor tiempo posible.
Con relativa frecuencia nos ocurre que, en lugar de analizar fórmulas para finiquitar los dolores de cabeza, nos desesperamos y nos preocupamos más de la cuenta.
Al final estamos tan distraídos, que nos estancamos y no logramos identificar cómo salir del lío.
Antes de ver lo que realmente nos está pasando, agrandamos la situación. Lo malo es que tal forma de asumir la vida provoca incendios que queman el ánimo y hasta el suspiro más recóndito del alma.
Es por eso que desatamos tormentas en un vaso de agua y, sin quererlo, nos acostamos con las mangas de nuestro estado de ánimo totalmente deshilachadas.
¿Qué es lo que sucede?
Pues, que nos estresamos.
Por ver las cosas más grandes de lo que realmente son, el estudiante cree que no será capaz de pasar una materia; la novia celosa encuentra un rival en cualquier mujer que se le acerque a su pareja; y el empleado refleja en el rostro de su jefe una carta de despido.
Es como tener un espíritu hipocondríaco, el cual encuentra en un simple resfriado a una enfermedad terminal.
Es una pena admitir que ese ‘cáncer’ carcome muchas de las esferas de nuestras rutinas en la oficina, en la casa y, en general, en todo el entorno.
Si nos seguimos comportando de esa forma, muy pronto tocaremos fondo.
La verdad es que no podemos ir por ahí agrandando las cosas. Por eso somos tan celosos, tan inseguros, tan asustadizos y tan amargados.
La vida no puede resumirse a una fuente continua de aflicciones, cargadas de ideas pesimistas. No nos podemos embadurnar en un pozo inagotable de malos presentimientos, de supersticiones o de angustias injustificadas.
¡Bueno! Hasta aquí la radiografía del problema; pero, ¿qué hacer para no ahogarse!
La valentía y una mirada optimista al futuro son actitudes que pueden ayudarnos durante los malos momentos.
Si en la actualidad usted atraviesa por una tribulación, al punto que ha perdido la serenidad, no hay mejor antídoto que tener la certeza de que sus angustias se desvanecerán muy pronto.
Las tinieblas internas que casi siempre usted se crea, desaparecen ante los rayos solares de una mente positiva.
Empiece a sacar la basura de su corazón. ¡Deshágase de aquello que le produce malas energías y decida encarar la vida con dignidad!
¿Sabe una cosa?
Muchos pacientes de cáncer lo hacen. Enfrentan su enfermedad con firmeza; y les va tan bien que incluso logran derrotar a la quimioterapia y se sobreponen a este penoso estado de salud.
Ojo, esta no es  una invitación a encender velas o a ponerse a rezar como ‘lora borracha’; tampoco tiene que visitar brujos.
Aquí la cuestión es de limpiar ese carro de estupideces que usted acostumbra a estacionar en su mente.
Si está viendo mal, póngase gafas y vea el problema tal cual es. Porque con la misma claridad que asume la dificultad, usted encontrará la nitidez precisa de la solución.
Tenemos particulares formas de ver las cosas; sin embargo, casi siempre somos fatalistas y nos arropa el concepto de que nada es seguro. La verdad es que las cosas son imprevisibles y por eso, cuando nos ocurre algo, no estamos preparados para asumirlo. Es ahí donde conviene tener una gota de serenidad.

APRENDIZAJE
Quien pierde la serenidad, en su atolondramiento es como el mosquito que, teniendo libre salida por la ventana, se enfrasca y muere estrellado contra el vidrio

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