“Si
hay algo en la vida que puede producir
sufrimiento es perder un hijo . Hay sutiles diferencias en la intensidad
dependiendo de si era un bebé, una niña
de 2 años, un travieso niño de 8, un muchacho de 14 , un
recién casado de 30 o un maduro hijo de 50. De si se trata de un accidente, una
muerte súbita, una cruel enfermedad o un asesinato. De si
estamos solos para enfrentar el dolor o tenemos pareja. De si era único
o uno de ocho. En cualquier caso, cada experiencia es única,
personal, particular en su circunstancia, asustadora por su intensidad e
imposible de creer aunque se esté viviendo.
Cuando
la muerte del hijo irrumpe de manera inesperada es casi imposible
aceptarla...el hecho de no haberse podido despedir, de haber sido asaltados por
la noticia del accidente o de la muerte violenta o suicidio lentifican el
inicio del duelo porque el estado de choque es más largo.
Otras
veces, la muerte de un hijo ha sido contemplada como una posibilidad, como
eventual desenlace de alguna enfermedad grave. En esos casos la reacción
es diferente, el sufrimiento es el mismo pero la sorpresa es menor, a pesar que
hasta el último instante no se deja de esperar el milagro, la
droga eficaz o la señal de vida que nos devuelva la
esperanza.
La
muerte de un hijo conlleva una crisis de proporciones mayores. El orden del
universo se desmorona, el sentido de la vida, el significado se pierde temporalmente
en un remolino confuso de rabia , pena y ansiedad. Con frecuencia aparece la
culpa por lo que se hizo o dejó de hacer y porque la misión
parental de proteger al hijo “fracasó”.
La pareja se ve amenazada por el duelo y debe realizar esfuerzos reales y ser
conscientes del riesgo que corre...entre un 60 y un 70% de las parejas que
pierden un hijo suelen separarse.
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