En nuestro idioma hay un lenguaje escondido. Sólo puede leerlo quien
practica el Intento consciente de estar Atento. Estar Atento hace que lo que es
obvio (y por obvio, no apreciamos), se de-vele (o sea, descorramos el velo
que lo ocultaba). Dado que el humano tiende a vivir como dormido,
transitando la realidad cual si fuera un sueño, aturdido, mecanizado... los
seres lúcidos de la antigüedad dejaron pistas para que las descubran quienes
busquen Despertar. Esas claves están no sólo en el arte, los mitos, la
literatura, ciertos juegos (el ajedrez, las barajas, la rayuela...). También
algunos nombres propios tienen el propósito de recordarle a su
portador su vínculo con el Todo. Por ejemplo, Néstor significa "el
que Recuerda"; Jerónimo y Olga quieren decir "Sagrado";
Gabriel o Gabriela, "Fuerza de Dios"; Rafael, "Dios ha
curado"; Ezequiel, "El Señor es mi fuerza"; Elena,
"Dadora de Luz"; Graciela, "Gracia del Señor"...
Y hasta hay nombres que invitan a ser una pregunta viva, como Miguel, que
significa "¿Quién es Dios?".
Aunque no sepamos de etimologías, algunas palabras nos dicen algo evidente que,
por repetirlas, hemos dejado de escuchar. Vayamos a dos, como ejemplo: a ver...
si decimos A-típico nos referimos a algo que NO ES típico, así como para
enunciar que algo NO ES normal decimos que es A-normal, ¿verdad? Bien:
si salimos de las SOMBRAS y nos sentimos sorprendidos, -como cuando
éramos niños y aún no estábamos "dormidos"-... nos A-SOMBRAMOS.
Esto es, nos volvemos Despiertos, aunque sea por un instante. Y en ese
instante es posible que quedemos fuera del tiempo, palpando lo
a-temporal: suspendidos, extrañados, NÍTIDAMENTE VIVOS (como los niños!). Y ahí
está la otra palabra fundamental: A-HORA. Sí: la abolición misma de toda
HORA, de todo minuto, de todo reloj, VIBRANDO ENTEROS al abrir las
puertas de la percepción (ésas que dan, justamente, hacia el a-sombro...).
Es muy posible que la Eternidad no nos espere al morirnos, sino, por el
contrario, cada vez que nos sintamos PODEROSAMENTE VIVOS: cuando dejamos
de dar por conocido lo que nos rodea, volviéndonos gloriosamente
ignorantes. En todo caso, sí, es morir a la mente vieja, -ésa que nos
impide a-sombrarnos-. El a-hora te espera en tu cuarto, si intentaras verlo
como por primera vez. Te espera mirando a tu padre, a tu amigo, a tu vecino, a
tu perro, a tu barrio, ejerciendo la extrañeza y renunciando a creer que ya
los has visto. Si no te sale, podrías pedirle a un niño que te enseñe (los
niños son los maestros del a-sombro!). De hecho, la Psicología Transpersonal
nos dice que quien va evolucionando hasta convertirse en un ser humano
completo, desarrolla una segunda puerilidad: es como un niño, pero un
niño maduro, consciente de sí. Un niño que SABE que vino a nutrirse de
a-sombro, como lo dijo el poeta argentino Armando Tejada Gómez, que hoy nos
visita con un fragmento de sus "Memorias del grillo"...
"Yo, simplemente,
vine a nutrirme de asombro.
En mi niñez, recuerdo, me anegaba lo bello
como un agua sencilla. Ni siquiera recuerdo
cuándo dolió primero esta sangre que llevo.
No hay una fecha exacta de mi arribo al espanto.
Entraba a los misterios como Juan por su casa
y andaba enloquecido de tanta maravilla.
Todo esto sucedía de manera inocente.
No escuchaba el crujido, las roturas del día
ni el dolor de los árboles gastados por el viento.
Simplemente crecía con la simple opulencia
de un fruto en el verano. Ni siquiera sabía
que lo hermoso era hermoso: mi padre inaccesible
con su sombra gigante, mi voz, que no sonaba aún
sino por dentro. El aroma a regazo que envolvía a mi madre.
Andaba por la vida húmedo de milagro.
No digo que recuerdo, pero mi país era
casi de un verde siempre. Por donde uno anduviera
lo seguían los árboles. Un canal rumoroso lo partía en el medio
y luego se perdía por los cañaverales.
Mi país era bueno, loco de puro grillo,
lleno de sol, maduro, con sus lentos caballos.
El agua, madre y greda, verde de yerba mota
nos lavaba el racimo de las uvas moradas.
Jugábamos al río con el canal crecido,
robábamos duraznos de corazón dorado,
hacíamos fogatas altas como nosotros
y esperábamos siempre que sucediera algo.
Allí supe que puede suceder lo increíble
apenas uno quiera penetrar y habitarlo
y sólo estar y estarse padeciendo el misterio
quietecito, en silencio: sometido al silencio
potente de la sangre. [...]"
En mi niñez, recuerdo, me anegaba lo bello
como un agua sencilla. Ni siquiera recuerdo
cuándo dolió primero esta sangre que llevo.
No hay una fecha exacta de mi arribo al espanto.
Entraba a los misterios como Juan por su casa
y andaba enloquecido de tanta maravilla.
Todo esto sucedía de manera inocente.
No escuchaba el crujido, las roturas del día
ni el dolor de los árboles gastados por el viento.
Simplemente crecía con la simple opulencia
de un fruto en el verano. Ni siquiera sabía
que lo hermoso era hermoso: mi padre inaccesible
con su sombra gigante, mi voz, que no sonaba aún
sino por dentro. El aroma a regazo que envolvía a mi madre.
Andaba por la vida húmedo de milagro.
No digo que recuerdo, pero mi país era
casi de un verde siempre. Por donde uno anduviera
lo seguían los árboles. Un canal rumoroso lo partía en el medio
y luego se perdía por los cañaverales.
Mi país era bueno, loco de puro grillo,
lleno de sol, maduro, con sus lentos caballos.
El agua, madre y greda, verde de yerba mota
nos lavaba el racimo de las uvas moradas.
Jugábamos al río con el canal crecido,
robábamos duraznos de corazón dorado,
hacíamos fogatas altas como nosotros
y esperábamos siempre que sucediera algo.
Allí supe que puede suceder lo increíble
apenas uno quiera penetrar y habitarlo
y sólo estar y estarse padeciendo el misterio
quietecito, en silencio: sometido al silencio
potente de la sangre. [...]"
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